A pesar de las dificultades que implica la corrección, no
podemos obviarla ni tampoco dejarla pasar. Se hace necesario corregir al amigo,
a los de la comunidad y a los propios hijos. Primero debemos ponernos en manos
del Espíritu Santo, para dejarnos aconsejar y llenar de paciencia y sabiduría,
y, sobre todo caridad, para corregir con verdadero amor.
Y nunca violentar, ni acusar ni, menos, reprochar. Sólo
advertir y sugerir el cambio de vida o la corrección de ese camino que no es el
mejor. Advertir, pero también, al mismo tiempo rezar y pedir para que la
persona abra su corazón y deponga su mala actitud a alejarse del camino y de la
verdad.
Y, una vez afrontada
la corrección, ponernos en Manos del Espíritu Santo. Corresponderá al corregido
dar los pasos necesarios para subsanar su desvío y su desorientación del rumbo
de su vida. Y, ofrecerle siempre la posibilidad de contar con nuestra ayuda y
disposición a estar con los brazos abiertos. Como aquel padre con el hijo
pródigo.
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