Ocurre que nos sorprende de
improviso y, sin apenas tener tiempo para pensar o prepararnos, la tempestad
nos rodea y nos amenaza peligrosamente. Tempestad que puede venir significada
en una enfermedad, en una muerte, en una depresión física o económica…etc. La
vida se oscurece y la barca de nuestra vida se hunde.
Lo inmediato es pedir
socorro. Pero, no a quien no puede ayudarte, o su ayuda es limitada como la
tuya. Para esto se requiere poder. Mucho poder. Entonces, te acuerdas de Dios,
levantas tu mirada y te diriges a Él. Reconoces que no te habías acordado, en
tiempo de vacas gordas, de Él. Y, quizás, por su ayuda, prometes algo.
Dios no quiere promesas, ni tampoco que le pagues.
Primero, porque no puedes pagarle. Ni tampoco tienes nada para pagarle. Todo lo
tuyo te lo ha regalado Él. Dios quiere que tú pienses, y que te des cuenta que
Él es quien únicamente te puede dar la eterna y feliz salvación. De todos
modos, quieras o no, te escucha y te abre los brazos de salvación.
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