Mucha fuerza ha de tener la
inclinación del mal que arrastra al hombre a la perdición. Y eso tiene su
consecuencia en el pecado. Un pecado que nace en la soberbia, en la suficiencia
y el egoísmo que contamina su corazón. Un pecado que tiñe de mentira y de
maldad el corazón del hombre.
Y no se quita esa suciedad
con un simple baño de agua cualquiera. Necesita buena intención y purificarse y
revestirse de la Gracia de Dios. Porque sólo con la Gracia del Espíritu de Dios
se puede tornar esa agua impura en pura y ese corazón mal intencionado en bien
intencionado.
Necesitamos amar,
pero para amar hay que estar limpio de toda soberbia y avaricia. Y si eso no se
produce, nuestro actuar será siempre gris, oscuro y cargado de malas intenciones
que socavan y debilitan nuestras buenas intenciones para tornarlas en malas.
Así, el triunfo del amor necesita morir para vencer.
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