Nuestra
propia experiencia nos dice que estamos prestos, rápidos y prontos para
suplicar y pedir, pero somos olvidadizos y tardíos para dar las gracias. Es
decir, nos cuesta menos pedir, y más agradecer. Eso fue lo que ocurrió con
aquellos diez leprosos. Fueron curados los diez, pero sólo uno volvió a dar las gracias.
Y,
precisamente, el que menos se esperaba, el extranjero. El que no entraba en los
planes de salvación según el pueblo de Israel. Ese, que no esperaba salvación
según la ley judía, advirtió la necesidad de sentirse agradecido y dar las
gracias. Y esa gratitud, no sólo le valió para curar su lepra del momento, sino
para curarlo interiormente y darle la paz y el gozo eterno.
Los otros, olvidadizos y
descuidados, quedaron satisfechos con esa curación física de sus cuerpos, pero
no advirtieron que necesitaban más, la curación también del alma. Alegres y
mirándose sólo ellos mismos no descubrieron la necesidad de limpiar y curar sus
almas, ni la de agradecer lo que habían hecho por ellos. Encerrados en su
ingratitud, perdieron la única y verdadera curación.
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