domingo, 9 de octubre de 2016


Nuestra propia experiencia nos dice que estamos prestos, rápidos y prontos para suplicar y pedir, pero somos olvidadizos y tardíos para dar las gracias. Es decir, nos cuesta menos pedir, y más agradecer. Eso fue lo que ocurrió con aquellos diez leprosos. Fueron curados los diez, pero sólo uno volvió a dar las gracias.

Y, precisamente, el que menos se esperaba, el extranjero. El que no entraba en los planes de salvación según el pueblo de Israel. Ese, que no esperaba salvación según la ley judía, advirtió la necesidad de sentirse agradecido y dar las gracias. Y esa gratitud, no sólo le valió para curar su lepra del momento, sino para curarlo interiormente y darle la paz y el gozo eterno.

Los otros, olvidadizos y descuidados, quedaron satisfechos con esa curación física de sus cuerpos, pero no advirtieron que necesitaban más, la curación también del alma. Alegres y mirándose sólo ellos mismos no descubrieron la necesidad de limpiar y curar sus almas, ni la de agradecer lo que habían hecho por ellos. Encerrados en su ingratitud, perdieron la única y verdadera curación.

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