No hay ninguna duda que de
niño éramos más ingenuos, alegres y hasta más compasivos. Seguros que más obedientes y
confiados, y sin malas intenciones. Hacíamos nuestras pilladas, pero siempre
cargadas de ingenuidad y sin malas intenciones. Más bien impulsos de nuestro
crecimiento y desarrollo.
Pero, de mayores, nuestros
corazones se han envejecidos y endurecidos. Respiran segundas intenciones e
inclinadas al egoísmo de que están llenos. Y ese egoísmo les inclina al mal, a
la individualidad, al descompromiso solidario, al desamor y, por lo tanto, al
pecado.
Y ese pecado nos esclaviza y nos somete. Nos quita la libertad de querer hacer el bien, y hacemos, aun queriendo hacer el bien, el mal. Experimentamos que somos arrastrados a la rebeldía, a nuestros propios intereses, al placer y a satisfacernos según nuestros apetitos y apetencias.
Y ese pecado nos esclaviza y nos somete. Nos quita la libertad de querer hacer el bien, y hacemos, aun queriendo hacer el bien, el mal. Experimentamos que somos arrastrados a la rebeldía, a nuestros propios intereses, al placer y a satisfacernos según nuestros apetitos y apetencias.
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