Si tuviésemos que juzgarnos a
nosotros mismos seguramente nuestro juicio sería benigno y misericordioso, pero
no ocurriría lo mismo si fuese otro. Nosotros nos vemos más justos y buenos, y
a los demás los vemos más pecadores.
Es el caso del Evangelio de
hoy. Para aquel fariseo, Simón, la mujer que entró en su casa era pecadora. Su
pensamiento la delataba y la juzgaba. Seguramente con su lengua la había
adulterado mucho más que con su cuerpo. Pero no advertía lo que él dejaba de
hacer con el tratamiento a su huésped.
Nuestros ojos se abren para ver al otro y los pecados
del otro, pero están cerrados o ciegos para ver nuestros propios pecados. Y
mientras no los abramos no veremos el camino de regreso al Perdón y la Misericordia
de Dios. Eso fue lo que el hijo pródigo, como la mujer adultera, descubrieron.
Y Simón y el hermano mayor del prodigo, no.
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