Te ves superado y los nervios te hacen perder tu propio control. Experimentas que huye tu paz y te invade la tormenta. ¿Qué ocurre? No logras serenarte y observas impotente que te exaltas y faltas al respeto a los demás. El pecado te invita a que despidas la paz y tomes la guerra.
Necesitas serenidad y la mejor opción es dejarte empapar por la mansedumbre y humildad. Si le abres tu corazón desesperado y roto, pronto la paz tocará de nuevo a tu puerta. Sólo necesitarás dejarla entrar nuevamente y, arrepentido, descansar en ella.
Y ahí notarás la brisa que te descubre la presencia de Dios. Porque Él está en la brisa suave y en la paz.
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