Cuando
experimentas tu propia culpa y reconoces tus propios fallos y pecados,
experimentas un sentimiento de humildad y deseo de misericordia. Entonces no te
sientes capaz de acusar, y menos condenar a alguien.
También nos sucede
a nosotros: Nos emocionamos y lloramos, pero, Señor, Tú nos has enseñado que
siempre será mejor no quedarnos en la compasión ni el lamento sino en la
solidaridad, los gestos y la acción. Realmente en eso consiste el amor.
Te ves reflejado en sus propios pecados y te inhibes de señalar a nadie. Deseas pedir también perdón. Quizás no seamos lo suficiente humildes ni sincero con nosotros mismos. Simplemente, una mirada seria y profunda de nuestro propio ser y dejará visible todos nuestros defectos, egoísmos, impurezas y, por supuesto, pecados. Somos hijos necesitados de misericordia, el gran regalo que nuestro Padre Dios nos ha dejado en su Hijo, nuestro Señor.